30 EUROS DE ESCAPADA: PAELLA, BESOS Y SNOW.

Coger una maleta de mano, un fin de semana y un vuelo de bajo coste puede resultar un plan perfecto de última hora.

Viernes.
9:30 de la mañana Fuerteventura-Valencia. Me cargo con unos leggins, una falda, un vestido y un par de camisetas, gorros de lana, guantes y un queso majorero. En Valencia hace calor. Estamos Miguel y yo al sol, quitándonos abrigos y calcetines, bueno los calcetines sólo me los quito yo. Su cuñado nos recoge del aeropuerto, dirección Castellón. Dejamos atrás la Albufera, vista aérea de parcelas acuáticas junto al mar, de edificios insolentes en el filo de la costa. Nos acompañan campos de naranjos, reminiscencias de mi tierra. Montañoso paisaje con el Peñagolosa al frente, pico de más de 1.240 metros y lo olvido (los 600 metros de más). Llegamos al pueblo, una barriada de Castellón con casas bajas de gentes de otros sitios, con higueras, con olivos, con el café de cada mañana en el bar de abajo, con las amigas del parque de la iglesia. Comemos cocido, cocido como el de casa, con su caldo blanco, sus garbanzos tiernos, su calor cercano y echo de menos la pringá, esa carnita magra con tocino fresco y pollo hervido para mojar con pan tras el buen plataco de cocido. Me podría acostumbrar.
La tarde pasa rápido y llega la noche en Benicassim, una maleta perdida y Juanito se deja las llaves en el apartamento. Risas verdes en el frío marino. Dejamos de ser adultos. La playa se distingue de lejos, no huelo a mar. Ciudad vacía, esqueletos desnudos al invierno, avenida sombría de bares cerrados. Camino de regreso y pizza casera para llenar el alma antes de dormir.

Sábado.
10:00 de la mañana. En la huerta de la infancia la autopista se ha comido los naranjos. Los árboles sobreviven entre alambradas y piche, bajo el humo de las fábricas de Porcelanosa, junto a la ciudad que crece hacia el mar. La tierra huele a nueva a pesar de las desdichas. Davide y Luna nos saludan afables y agradecidos, comiendo mandarinas y acechando para huir, para dar una carrera y sentirse libres, pero nadie es libre bajo el yugo de la humanidad. Un rápido paseo al puerto, visitando al barco fuera del agua, tostado de hierro y óxido, naciendo de sus cenizas para volver un día a surcar los mares. Otra mandarina antes de ir a casa a comer la paella. Gambones. Pollo, conejo y azafrán con un chorreón de aceite. Se echan las verduras: alcachofas, ajito, habitas y el tomate (seguro he olvidado más). Sofrito largo sobre el fuego de leña. Litros de agua que se deja hervir en una media hora y luego el arroz, todo un reto con las llamas indomables. Un plato delicioso que se hace esperar mientras tomamos el sol, unas cervezas, unos besos a hurtadillas y la cera se extiende sobre la tabla de snow para mañana ir a la nieve.
Soy lenta comiendo y aún más cuando me gusta, así que no llego al segundo plato de paella pero engullo la tarta romántica como si fuera mi único amor en el mundo. De sobremesa un vasito de barro con ron y café, canela y limón, la llama arde quemando el alcohol y sabe dulce, a tarde de domingo, a invierno peninsular. Me podría acostumbrar.
Nos acostamos temprano con el sabor de la cena en los labios: tortilla toledana con filetes de las llanuras manchegas para acompañar el quesito majorero, las mandarinas castellonenses y el recuerdo inmaculado de la paella, del cosquilleante socarrat. Los sueños saben a besos.

Domingo.
Hora indeterminada de la mañana. Otra vez me voy sin desayunar. Paramos en un bar de carreteras, el último pueblo de Castellón, en la frontera con Teruel. Olor a pan, a jamón serrano, a trufas cultivadas, a bollos de bollería de verdad, a todo tipo de cosas que me quiero llevar a la boca. Me como una longaniza seca, rica y grasienta, luego me mareo y como algo de donut de chocolate, para equilibrar. Subimos las montañas secas de nieve, domingueras y arboladas, cansadas de acoger esquiadores, surferos de invierno, skater sin ruedas. Desde la parte de atrás de la pick-up mis ojos giran las curvas rumbo a la estación de Javalambre. El paisaje cambia, cubriendo de nieve la tierra marrón de matorral y pino.
Pista de principiantes. Solita me deslizo de lado a lado, ni una caída, ni una duda, un millón de sensaciones encontradas, de odios que resurgen en el recuerdo, de besos que me calman las heridas añejas. Bocadillo de pan amb tomaquet i pernil para chuparse los dedos y deshidratarme las siguientes dos horas de remonte y descenso. Soy feliz, tan feliz y segura que me lanzo a pistas más lejanas pero me llega la cobardía, seamos sinceras, el miedo a hacer el ridículo y bajo a pluma y luego con el culo en la nieve. Me quedo en la pista de principiantes. No me quiero ir, consigo hacer el giro.
El día se acorta, la tarde se alarga con las manos en un paquete de doritos, bebiendo reconstituyentes verdes y galletas de chocolate. Regresamos en un viaje al pasado. Un viaje de ciudad menos ciudad, de barrio más malo y de ojos inocentes que se llenan de nostalgia. Miguel me muestra el Grapa, me señala las collas, los campos inexistentes, el parque, la zapatería, su antigua casa…Me imagino a un niño de pantalones cortos, raspándose las rodillas encima de las ramas naranjeras, paseando en bicicleta rumbo a las huertas, bañándose en la fuente de verano; el adolescente se mete en la colla, bebe, fuma, pierde el norte hacia el bacalao y amanece en un párking de algún centro comercial, de la propia discoteca, de las afueras del mundo. A veces me es imposible creer algunas historias. Llega la despedida, las lágrimas contenidas, el sentimiento del padre, el adiós de la madre, el beso de la hermana, el abrazo del hermano. Me podría acostumbrar pero echo de menos a los míos.

Lunes.
4:30 de la madrugada. Juanito nos despierta prudente. La bufanda se adhiere a mi cuello en el frío de la buhardilla, en la resaca de la humedad nocturna. Me desprendo del taper de paella muy a mi pesar, Ryanair es estricta con el peso, yo ya he engordado dos en el fin de semana. Napolitana de crema y té a las 5:30 de la mañana. Llega el avión. Nos vamos. Hermosas vacaciones anticipadas.

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