El hombre del saco

A Nor, su madre nunca le levantó la mano. Cuando hacía algo malo le reñía, a veces lo castigaba. Si hacía algo bueno le hacía mimitos y carantoñas, lo colmaba de abrazos. Luego llegó él. Tenía ojos azules, boca de seda, besos alados. Su madre se enamoró, tan locamente como sólo los desesperados pueden hacerlo. Él decía cosas bonitas, nunca traía regalos pero le acariciaba el pelo y la hacía gemir. Nor se despertaba algunas noches asustado y su madre lo tranquilizaba, todo iba bien. Pero no iba bien. Llegaron lágrimas y gritos confundidos con caricias y gemidos. Nor se tapaba la cabeza con la almohada para no escuchar. La tranquilidad volvía por temporadas. Fue entonces cuando su madre tuvo que dejarlo solo con él, unas semanas, tan sólo un par de semanas, le dijo. Y a Nor no le gustaba la pasta con lentejas, ni jugar al fútbol, ni obedecer a aquella boca de seda que lo insultaba, a esos ojos azules que lo asustaban, a esas manos que apretaban destellos de cinturón contra su cuerpo. Pero no le dijo nada a mamá, calló dulcemente abrazado a su regreso, con el corazón tiritando. Después, las noches se hicieron más oscuras, los gritos más altos y mamá lloraba sin parar, ocultando las lágrimas en sollozos. Aún así Nor podía oirla y tenía miedo, un miedo terrible y se escondía bajo su cama, apretando los ojos fuertemente.
Un día se quedaron solos, él se marchó para siempre. Nor y su madre volvieron a bajar al parque, a jugar al sol, bajo los naranjos y las higueras. Nor corre sonriente por los caminos y ella lo abrazaba como a un cachito de pan con leche. Sin embargo, a veces, sin poder evitarlo, la madre llora en medio de la noche y Nor, duda, no sabe si devolverle los besos o salir corriendo a acurrucarse en su cuarto.

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