DOMINGO


Una luz incipiente se filtra a través de las cortinas cerradas. Sin abrir los párpados giro en la cama evitando la claridad. Mis manos se aferran al edredón destemplado. Un gemido y aprieto la cara contra la almohada buscando el cuerpo ajeno. Ausencia. Lejanos ruidos de una cisterna. Arturo ya se ha levantado. Breve escalofrío, anudo los pies entre las sábanas, su interior es cálido, esponjoso, me dejo acurrucar por el calor acumulado de la noche. Noto una leve ráfaga de viento que enfría mi nariz. Crujir en la puerta del armario, sin llevar a verlo puedo percibir la sombra de Arturo cogiendo los pantalones, la camisa, la corbata azul. Se sienta en la cama para calzarse. Me cubro un poco más. La habitación se vuelve sombría, helada. Arturo debe de estar en la cocina, oigo el bullir de la cafetera. Cambio de postura, dejo que la luz me inunde la cara, se enrojezca contra mis ojos, me devuelva el calor del verano. Respiro el aire cargado de café recién hecho, de pan tostado, de desayuno. No quiero despertar, me dejo invadir por las sensaciones del pasado verano: Unos rayos de sol dorándome el rostro; las manos de Arturo vibrantes contra mi cuerpo desnudo, su piel cálida bajo las sábanas; la brisa marina colándose en la habitación blanca; el sonido de los árboles meciéndose en el exterior; besos de mermelada cosquilleándome la espalda. Sin abrir los ojos, me acuno en la suavidad de las manos de Arturo, en la tranquilidad de mi cabeza en su pecho, en el despertar cuajado de placer… Un ruido me desvela, intento retomar la delicadeza perdida, el momento perfecto entre la vigilia y el sueño. Abro los ojos a la luz fría del invierno. Llamo a Arturo pero mi voz aún dormida se pierde en la garganta. Destemplada me levanto hundiendo los pies en las pantuflas de lana gris. Tras la puerta del dormitorio silencio. No me atrevo a pronunciar su nombre. Un olor a perfume de hombre persiste en el aire. Ni rastro del breve desayuno. Ya nada volverá a ser como antes.

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