OJOS, LENGUA, CORAZÓN

Eran tiempos de guerra, de luchas entre el norte y el sur, de muros levantados y lanzas defensoras. Eran tiempos en los que la palabra no servía pero se escuchaba la voz del susurro, la voz de Tibiabín, la que reza a los astros y lee en los vientres de las cabras. Sus melodías se sentían en noches de luna llena, cuando Tindaya se iluminaba bañada en pureza, transformando su piedra de montaña en la esencia sagrada de los moradores de la Isla. Los majos caminaban al atardecer rumbo a las sacerdotisas, dejándose mecer por los últimos rayos de luz solar. El cortejo subía a Tindaya acompañado a los reyes, mientras el pueblo esperaba las sabias respuestas de la bruja Tibiabín, de su justa hija, la bella Tiamonante.

En lo alto de la sagrada atalaya de piedra los nobles esperan. Hoy la tarde se viste de malos augurios, todos lo saben, confían en que los espíritus no pronuncien la profecía. Cada miembro del consejo ocupa su lugar, sobre las huellas talladas en el suelo, en la magia de la blanca roca. Pies de adulto, pies de niño, padres e hijos que suceden a sus ancestros en una herencia que está a punto de perecer. Ninguna mujer, ninguna madre creadora de vida, sólo Tibiabín y Tiamonante, las brujas de la Maxorata y Jandía, las sacerdotisas de Tindaya.

La moira chasquea su lengua muerta, el astro sol se zambulle en las aguas. Silencio, sólo las runas manchadas de sangre contra la piedra. El susurro de los espíritus se eleva en el frio de la cumbre. El consejo espera nervioso la llegada de la plena Luna. La hermosa diosa asciende enorme desde su morada, desde la Isla de las Bestias. Los reyes la miran de frente, desafiantes, apostados a sólo unos metros de las dos mujeres. Tibiabín posa su vieja mano sobre las marcas de las runas, sus ciegos ojos olisquean los huesos de cabra que hablan del futuro, su boca susurra al oído de Tiamonante. La joven de pelo negro toma la palabra, lee los presagios en los ojos ciegos de su madre. Nadie respira.

La diosa se hace presente en el cuerpo de Tamonante, su rostro se transforma con surcos de sabiduría, con la palidez de la Luna. El viento se encabrita en la cima. La voz profunda de luz se eleva contra el cielo. Negras nubes se ciernen sobre la montaña. El terror preña la mágica piedra. La oscuridad se apodera de los presentes. La boca de la joven pronuncia la profecía de los espíritus.

'Tindaya se revolverá en el dolor. Llorará abandonada por su pueblo. Los efequenes serán asesinados con signos traídos de otras tierras. Los gobernantes triturarán las entrañas de sus gentes, de sus muertos, de su alma y la entregarán a cambio de riquezas que no necesitan. Se romperán los hilos que anudan la grandeza de los tiempos y la cultura se someterá al poder. La diosa se transformará en mito, las brujas serán sólo una leyenda, el mundo perecerá en las manos de quienes afirman protegerlo.'

“Ojo, lengua, corazón”, resume la voz de la diosa con palabras humanas de sentencia, pero los reyes no quieren escuchar a quienes les acusan.

Dos hombres se aproximan al altar. Madre e hija no se resisten, tienen el poder del conocimiento que las libera del miedo. Los reyes dan la señal. Gritos apagados en los presentes. Nadie osa contradecir decisiones reales. La piedra se tiñe del rojo que acallará las voces. Caen ladera abajo las cabezas de las brujas, de las mujeres profetas, de las traidoras del pueblo. Sus cuerpos quedarán abandonados, sin enterramiento, Tindaya será su tumba, silenciosa y desnuda. Nadie volverá a la cima. Darán la espalda a la matanza, a las entrañas abiertas de la tierra.

Los guirres desangran el ojo ciego de Tibiabín, la lengua justa de Tamonante, el corazón de Tindaya.

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