Pipi Calzaslargas









Tenía medias a rayas y no era una bruja. Llevaba trenzas endiabladas pero ya no era una niña. Hablaba con los animales y tampoco estaba loca. Montaba a caballo sobre las olas del mar y escuchaba caracolas en el silencio. Pipi Calzaslargas había regresado, con su pelo rojo arremolinado y llena de historias por dentro que tenía que contar porque no le cabían en el alma. Las regalaba surcando los aires en su avión de libélula aventurera, primero con pudor, luego con la felicidad de los creadores de magia. Susurraba a los árboles mensajes sin dueño y escribía en la arena mentiras del viento. Le picaba el ojo a las olas y se dejaba enamorar por canciones crecidas en la boca del poeta. La señorita Calzaslargas fruncía la nariz pecosa y arrugada y sonreía con malicia inocente. Volvía renovada, con pilas cargadas de vainilla y arroz con leche; con tisanas de flores y queques de mantequilla; con pinturas azules para escribir cuentos.
Pipi se atusó las trenzas de estropajo y se limpió el chocolate de la boca. Con toda su energía levantó el índice amenazador y juró a las estrellas, que nunca más volvería a irse.

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